
Hay una casa en la memoria del corazón, donde las puertas nunca se cierran del todo. Es un lugar invisible para los ojos, pero tan real como el peso de un abrazo. Allí habitan los días que olvidaste agradecer, los momentos que no entendiste a tiempo, y los sentimientos que alguna vez te desbordaron como un río enloquecido. Entrás a la casa sin saber cómo llegaste. El aire está cargado de historias que se entrelazan como ramas. Las puertas se alzan frente a vos, imponentes, cada una con un color distinto, con un olor que no sabes si temer o amar. Pero no hay vuelta atrás. La primera puerta, roja y brillante, te conduce al enojo. Allí estás, lanzando palabras como piedras. El calor de la ira te envuelve, y te ves ardiendo en un fuego que no quema al otro, sino a vos mismo. Pero al mirar más de cerca, el enojo tiene una cara: el miedo. Miedo a no ser suficiente, a no ser visto, a no ser amado. Y entonces entendés: el enojo era un grito que pedía ayuda. Sigues adelante, y una puerta ...