¡HOLA, CHICOS!

A los niños no le gusta dormir la siesta, pero las tardes de verano sofocante no dejaban otra alternativa, y tanto mi hermano como yo nos oponíamos a la idea de pegar un ojo, la única alternativa que nos quedaba era jugar en silencio sin pelear durante ese tiempo de descanso y reposo que era sagrado para mis padres, y en que no debía volar ni una mosca. El sauce llorón refrescaba con su sombra, el parral perfumaba con sus uvas el aire, mientras las chicharrabas se hacían más sonoras a medida que el calor apretaba. El silencio de la siesta permitía que se agudizaran los sonidos. El heladero se sentía con su canto característico e infaltable: “Hay barritas, vasitos, sándwiches, bombón, heladoooo”, así se escuchaba durante varios minutos, mientras recorría la manzana. Si teníamos suerte y el heladero pasaba cuando se levantaban mis padres de la siesta nos compraban dos vasitos de crema. La siesta era un ritual de los fines de semana en el barrio. Nadie cuestionaba esta costumbre veraniega