EL KARMAMÓMETRO
En un rincón oscuro del laboratorio de ideas, el Dr. Harley trabajaba en su invención más ambiciosa: el Karmamómetro, un aparato destinado a medir el karma de las personas. La máquina, con su intrincada red de cables y luces parpadeantes, prometía ser la balanza definitiva de la justicia cósmica, capaz de discernir el peso de las acciones de un individuo.
El Dr. Harley, aunque científicamente riguroso, no era ajeno a la ironía del destino. Sabía bien que su aparato podría ser tomado como una herramienta de juicio, y en más de una ocasión se escuchó murmurar para sí mismo, “¿Quién soy yo para juzgar? Que tire la primera piedra el que esté libre de culpa”. Sin embargo, se consolaba con la idea de que la máquina no era juez, sino espejo, reflejando únicamente lo que ya estaba ahí, en lo profundo del ser humano.
La primera prueba del Karmamómetro se hizo con Emilio, un hombre que siempre había creído en el equilibrio del universo. Cuando el aparato empezó a vibrar y a emitir un zumbido inquietante, la pantalla mostró un número rojo y titilante. En ese momento, una voz suave pero firme surgió de la máquina, diciendo: “Se lo merece, tiene su merecido”. Emilio se quedó perplejo, sintiendo que el peso de sus acciones pasadas le caía sobre los hombros como un fardo ineludible.
“Hora de sincerarse”, pensó Emilio, mientras su mente se sumergía en un remolino de recuerdos y culpas no resueltas. Cada acción, cada palabra mal dicha, cada omisión, ahora estaba allí, en cifras frías y calculadas. Y aunque nadie en la habitación se atrevía a lanzar la primera piedra, todos sentían la presencia de un juicio silencioso.
El Dr. Harley observaba desde un rincón, consciente de la paradoja que había creado. La máquina, en su perfección, no hacía más que mostrar la imperfección humana. Y en ese momento, entendió que el Karmamómetro no era tanto un aparato para medir el karma, sino una herramienta para enfrentarse a uno mismo. Porque, a fin de cuentas, todos llevamos nuestras piedras ocultas en el bolsillo, y es solo cuestión de tiempo antes de que las lancemos, o las dejemos caer al suelo, reconociendo que, después de todo, ¿Quiénes somos nosotros para juzgar?
Andrea Calvete