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Hay una casa en la memoria del corazón, donde las puertas nunca se cierran del todo. Es un lugar invisible para los ojos, pero tan real como el peso de un abrazo. Allí habitan los días que olvidaste agradecer, los momentos que no entendiste a tiempo, y los sentimientos que alguna vez te desbordaron como un río enloquecido.

Entrás a la casa sin saber cómo llegaste. El aire está cargado de historias que se entrelazan como ramas. Las puertas se alzan frente a vos, imponentes, cada una con un color distinto, con un olor que no sabes si temer o amar. Pero no hay vuelta atrás.

La primera puerta, roja y brillante, te conduce al enojo. Allí estás, lanzando palabras como piedras. El calor de la ira te envuelve, y te ves ardiendo en un fuego que no quema al otro, sino a vos mismo. Pero al mirar más de cerca, el enojo tiene una cara: el miedo. Miedo a no ser suficiente, a no ser visto, a no ser amado. Y entonces entendés: el enojo era un grito que pedía ayuda.

Sigues adelante, y una puerta verde chillón, te lleva a la envidia. Allí están las sombras de todo lo que deseaste y nunca tuviste. El perfume de la comparación llena el aire, ácido y amargo. Ves cómo la envidia no era contra otros, sino contra tu propia vida, contra la idea de lo que creías que debías ser. Pero de pronto, un rayo de luz atraviesa el cuarto: es una pequeña chispa de gratitud, mostrándote lo que siempre estuvo allí, esperando que lo valoraras.

La siguiente puerta, negra como la noche, es la del rencor. Es un cuarto pesado, donde los muros están hechos de recuerdos que hieren. Ves los rostros de quienes te lastimaron, y también el tuyo, endurecido por el peso de no perdonar. Pero entonces, el techo se abre y el aire entra. Perdonar no es absolver al otro, es algo más profundo como liberarte a vos mismo. El rencor se desvanece, como humo que se disipa al contacto con el viento.

Siguís caminando, y las puertas cambian. Una, azul como el cielo después de la tormenta, te lleva al amor. Es un cuarto sencillo, donde no hay adornos, solo una verdad pura: el amor no pide, no exige, no mendiga. Solo es. Y mientras sentís su calor envolver tus heridas, entendés que el amor no necesita ser perfecto para ser verdadero.

La última puerta, blanca como un suspiro, te lleva a la gratitud. Allí, todos los cuartos que has visitado se juntan. Ves que la ira te enseñó tus límites, que la envidia te mostró lo que realmente anhelabas, que el rencor te preparó para soltar, y que el amor fue el hilo que unió todo. La gratitud es un perfume dulce, suave, pero poderoso, que impregna cada rincón. No cambia el pasado, pero lo ilumina. No borra las cicatrices, pero las convierte en aprendizaje.

Cuando salís de la casa, sentís que algo ha cambiado. El cielo parece más amplio, y el peso en tu pecho ya no está. Las puertas de la vida siguen abiertas, porque así es la gratitud: una llave infinita, un faro que te guía incluso en la oscuridad.

Hay una casa en la memoria del corazón, donde las puertas nunca se cierran del todo y el agradecimiento se convierte en una sustancia esencial para que cada día tenga un verdadero sentido.

Andrea Calvete

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