DESDIBUJAR EL LETARGO
En los lugares menos esperados es donde suceden esos acontecimientos que de alguna manera nos hacen despertar, salir de ese letargo que por momentos asfixia.
El día transcurría en una monotonía casi abrumadora, en realidad los casilleros del almanaque parecían haberse parado frente a ella de igual manera, sólo se distinguían las horas por esa rutina marcada y estricta que la aprisionaba inmóvil dentro de un circuito muy acotado. Se preguntaba el porqué de esta inercia, como respuesta el desencanto se vestía con su mejor atuendo para hacerle compañía.
Su corazón reseco parecía no palpitar, su piel mustia y sus ojos bellos, pero sin brillo, miraban al cielo con escasa esperanza, saborizados por la desilusión. Despechada, había decido cerrar sus sentimientos a cualquier tipo de relación sentimental, prefería ser un pozo de agua estancada que un manantial vertiginoso, las aguas turbulentas si bien le habían posibilitado la sensación de estar viva, también la habían lastimado en lo más profundo de su ser. Las cicatrices aún estaban a flor de piel.
Con pocas ganas comenzó a vestirse, no le hacía ninguna ilusión acompañar a su amiga de la infancia al vernissage al que concurriría mucha gente que no conocía. Buscó entre su ropa de cocktel, pero nada le gustaba, terminó con el clásico buzo y pantalón negro, y para dar un poco de color al conjunto se puso una chaqueta de cuerina beige y una pashmina con dibujos geométricos en rojo, negro, ocre y blanco. Se maquilló delicada apenas un poco de base, rímel, y un brillo en sus labios, se recogió el cabello con una pinza y se hizo un peinado descontracturado y moderno. Las botas en el tono de la campera fueron ese detalle final. Se perfumó delicadamente antes de marcharse. Al mirarse al espejo no se reconoció, con el ánimo algo renovado se marchó. La luna llena iluminaba los azules profundos de una noche que parecía vibrar en otra sintonía, mientras una bruma casi mística envolvía a la ciudad que se despertaba con las luces coloridas de las calles.
Al llegar a la sala de exposiciones, buscó a su amiga entre el gentío, pero no alcanzó a verla. Mientras esperaba pasó un mozo y le sirvió una copa de cóctel de frutas, y disfrutó de la música africana que se escuchaba suavemente de fondo. Todo estaba maravillosamente dispuesto, los cuadros, las luces, la ambientación del lugar, notas a amaderadas se mezclaban entre los perfumes de los visitantes, era un ambiente propicio para distenderse y disfrutar. Cuando apareció su amiga venía acompañada de un hombre de mediana edad, sobrio, elegante, ella los miró y pensó quién será. Nadia, llevaba una vida pintando, era una excelente artista plástica, esta era una de sus cientos de exposiciones y como era habitual estaba apurada, los presentó y se marchó.
Ana María se sintió un poco incómoda al principio cuando Nadia la dejó hablando con su viejo colega noruego Adam, lo había conocido durante su transitar por Europa cuando vivió durante una década en Amsterdam. Adam hablaba perfecto español, era un hombre culto, muy agradable, buen mozo, pero lo que más le llamaba la atención a Ana María era esa familiaridad que sentía al escucharlo hablar.
Mientras Adam conversaba, vio a través de su mirada azul profunda reflejado ese su atelier con las ventanas abiertas hacia los bellos canales de Amsterdam. Entraba un sol tímido, mientras los tulipanes coloreaban llenos de magia y color un florero sobre una pequeña mesa repleta de oleos y de pinceles dispuestos de manera poética. Parado frente a su caballete deslizaba su espátula con suavidad y soltura, un delantal negro lleno de restos de coloridos óleos cubría su cuerpo. El delantal en sí era una obra maestra que contrastaba con su melena blanca y algo despeinada. Lo observaba embelesada pintar, en su rostro se dibujaba una paz pocas veces vista. De pronto, Adam le hizo una pregunta, Ana María se sonrojó, y como no sabía que contestar iluminó su rostro con su bella sonrisa, así logró salir del aprieto.
Se pararon frente a un cuadro que les llevó casi toda la velada, Adam hizo hincapié en los trazos ligeros, liviandad y fluidez de la pincelada. Advirtió la profundidad de la obra, destacada por el contraste de los colores utilizados. Ana María lo escuchaba absorta, si bien ella no pintaba era una gran admiradora de la obra de su amiga, pero hoy la visión de este pintor le hacía ver más allá de lo que siempre había percibido, sin querer entró en una dimensión del cuadro desconocida. Se sentía extraña, era como si hubiera traspasado un portal inaccesible, un conjuro nocturno se había apoderado de ella. Inmensamente atraída por Adam, Ana María permitió que los minutos se diluyeran en esta agradable y seductora conversación.
La noche fue transcurriendo entre risas, charlas, suspiros, miradas cautivas, sin pedir permiso la velada había finalizado, con la sonrisa encendida Ana María se despidió de Adam, se encontrarían el próximo viernes en la noche a cenar.
En los lugares menos esperados es donde suceden esos acontecimientos que de alguna manera nos hacen despertar, salir de ese letargo que por momentos asfixia, para desdibujarlo y comenzar a trazar un boceto más prometedor en el que la ilusión comienza a resplandecer.
Andrea Calvete
El día transcurría en una monotonía casi abrumadora, en realidad los casilleros del almanaque parecían haberse parado frente a ella de igual manera, sólo se distinguían las horas por esa rutina marcada y estricta que la aprisionaba inmóvil dentro de un circuito muy acotado. Se preguntaba el porqué de esta inercia, como respuesta el desencanto se vestía con su mejor atuendo para hacerle compañía.
Su corazón reseco parecía no palpitar, su piel mustia y sus ojos bellos, pero sin brillo, miraban al cielo con escasa esperanza, saborizados por la desilusión. Despechada, había decido cerrar sus sentimientos a cualquier tipo de relación sentimental, prefería ser un pozo de agua estancada que un manantial vertiginoso, las aguas turbulentas si bien le habían posibilitado la sensación de estar viva, también la habían lastimado en lo más profundo de su ser. Las cicatrices aún estaban a flor de piel.
Con pocas ganas comenzó a vestirse, no le hacía ninguna ilusión acompañar a su amiga de la infancia al vernissage al que concurriría mucha gente que no conocía. Buscó entre su ropa de cocktel, pero nada le gustaba, terminó con el clásico buzo y pantalón negro, y para dar un poco de color al conjunto se puso una chaqueta de cuerina beige y una pashmina con dibujos geométricos en rojo, negro, ocre y blanco. Se maquilló delicada apenas un poco de base, rímel, y un brillo en sus labios, se recogió el cabello con una pinza y se hizo un peinado descontracturado y moderno. Las botas en el tono de la campera fueron ese detalle final. Se perfumó delicadamente antes de marcharse. Al mirarse al espejo no se reconoció, con el ánimo algo renovado se marchó. La luna llena iluminaba los azules profundos de una noche que parecía vibrar en otra sintonía, mientras una bruma casi mística envolvía a la ciudad que se despertaba con las luces coloridas de las calles.
Al llegar a la sala de exposiciones, buscó a su amiga entre el gentío, pero no alcanzó a verla. Mientras esperaba pasó un mozo y le sirvió una copa de cóctel de frutas, y disfrutó de la música africana que se escuchaba suavemente de fondo. Todo estaba maravillosamente dispuesto, los cuadros, las luces, la ambientación del lugar, notas a amaderadas se mezclaban entre los perfumes de los visitantes, era un ambiente propicio para distenderse y disfrutar. Cuando apareció su amiga venía acompañada de un hombre de mediana edad, sobrio, elegante, ella los miró y pensó quién será. Nadia, llevaba una vida pintando, era una excelente artista plástica, esta era una de sus cientos de exposiciones y como era habitual estaba apurada, los presentó y se marchó.
Ana María se sintió un poco incómoda al principio cuando Nadia la dejó hablando con su viejo colega noruego Adam, lo había conocido durante su transitar por Europa cuando vivió durante una década en Amsterdam. Adam hablaba perfecto español, era un hombre culto, muy agradable, buen mozo, pero lo que más le llamaba la atención a Ana María era esa familiaridad que sentía al escucharlo hablar.
Mientras Adam conversaba, vio a través de su mirada azul profunda reflejado ese su atelier con las ventanas abiertas hacia los bellos canales de Amsterdam. Entraba un sol tímido, mientras los tulipanes coloreaban llenos de magia y color un florero sobre una pequeña mesa repleta de oleos y de pinceles dispuestos de manera poética. Parado frente a su caballete deslizaba su espátula con suavidad y soltura, un delantal negro lleno de restos de coloridos óleos cubría su cuerpo. El delantal en sí era una obra maestra que contrastaba con su melena blanca y algo despeinada. Lo observaba embelesada pintar, en su rostro se dibujaba una paz pocas veces vista. De pronto, Adam le hizo una pregunta, Ana María se sonrojó, y como no sabía que contestar iluminó su rostro con su bella sonrisa, así logró salir del aprieto.
Se pararon frente a un cuadro que les llevó casi toda la velada, Adam hizo hincapié en los trazos ligeros, liviandad y fluidez de la pincelada. Advirtió la profundidad de la obra, destacada por el contraste de los colores utilizados. Ana María lo escuchaba absorta, si bien ella no pintaba era una gran admiradora de la obra de su amiga, pero hoy la visión de este pintor le hacía ver más allá de lo que siempre había percibido, sin querer entró en una dimensión del cuadro desconocida. Se sentía extraña, era como si hubiera traspasado un portal inaccesible, un conjuro nocturno se había apoderado de ella. Inmensamente atraída por Adam, Ana María permitió que los minutos se diluyeran en esta agradable y seductora conversación.
La noche fue transcurriendo entre risas, charlas, suspiros, miradas cautivas, sin pedir permiso la velada había finalizado, con la sonrisa encendida Ana María se despidió de Adam, se encontrarían el próximo viernes en la noche a cenar.
En los lugares menos esperados es donde suceden esos acontecimientos que de alguna manera nos hacen despertar, salir de ese letargo que por momentos asfixia, para desdibujarlo y comenzar a trazar un boceto más prometedor en el que la ilusión comienza a resplandecer.
Andrea Calvete