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LA RELIGIÓN DE CONSUMO

El fetiche de la mercancía data desde tres mil años atrás, no deja de ser cierto que no hay nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, las distintas marcas de alguna manera transforman el mundo, mientras nosotros como compradores consumimos lo que es moda, y lo que se instala de última generación para acompasar el tiempo que nos toca vivir, olvidando o postergando lo que realmente podría ser parte esencial en nuestras vidas.

¿A qué me refiero con parte esencial en nuestras vidas? Corremos detrás de los mejores celulares, computadoras, electrodomésticos… para mejorar nuestra calidad de vida, nuestro confort, ¿a qué precio?, de pronto trabajando más horas, descuidando nuestros afectos, nuestras relaciones personales.

Por otra parte, el hecho de estar tantas horas hiperconectados nos desconecta de estar con nosotros mismos, con lo que realmente nos sucede, así como con los seres queridos que tenemos alrededor. Pero supongamos que no descuidamos nuestras relaciones personales, igualmente una vez que obtenemos esos objetos vemos en realidad que la sensación de entusiasmo dura unos días, luego desparece tras la búsqueda de nuevos objetos, es como el cuento de nunca acabar siempre estamos corriendo detrás de más y más, olvidando que la vida se nos escapa de las manos, el momento de vivirla es hoy.

Sin darnos cuenta, estos productos estas marcas intentan “dar sentido a nuestros días” y pronto el enunciado de Descartes se convierte en “consumo luego existo”. Es descabellado pero de alguna forma caemos en esta vorágine sin ser demasiado conscientes.

La religión del consumo no es altruista, no promueve la solidaridad, por el contrario estimula la competitividad, hace de la vida una posesión y no un don. Del mismo modo, la globalización ha reducido al mundo a un gran mercado, donde todo se transforma pronto en mercancía, tanto ideas, proyectos relaciones personales, y así el valor de cambio de los productos adquiere más importancia que el valor de uso. De esta forma la marca convierte un objeto en fetiche a tal punto de que otorga a quien lo usa un valor superior al que tiene por su naturaleza humana.

Lamentablemente, de la religión de consumo no se escapa nadie, es una fuente inevitable que “alivia angustias, garantiza prosperidad y alegría” Lo entrecomillo porque realmente en el diario vivir vemos que si bien es una fuente prácticamente imposible de esquivar no tiene efectos tan maravillosos, por algo los consultorios médicos están llenos de personas estresadas, que no pueden dormir, con mil dolencias producto de una vida carente de sentido, o al menos de gente que se siente desdichada.

Todo esto nos lleva a exista un fuerte predominio del tener sobre el ser, ya que es una de las principales actitudes inherentes al consumismo que nos lleva a querer satisfacer todas nuestras necesidades y aún peor a generarnos nuevas e inagotables posibilidades. Así surgen importantes preguntas: ¿Tengo conocimiento o conozco?, ¿tengo fe o soy en el camino de la fe?, ¿tengo amor o estoy en el amor?... ¿Cuál es la diferencia entre tener y ser?

Cuando nos cuestionamos si tenemos conocimientos o conocemos, al adquirirlos tomamos y conservamos información, mientras que conocer implica sumergirnos en un pensamiento productivo, crítico que nos permite acercarnos a la verdad, para ser más libres a la hora de decidir ¿cómo vivir?, para no dejarnos engañar por falsas promesas o información que lejos de nutrirnos nos confunde y nos conduce por un rumbo equivocado.

Algunas veces nos apegamos a las relaciones, a los trabajos, a los hogares, a las pertenencias materiales… y perdemos de vista que somos un diminuto punto en el Universo. De pronto, sentimos que estamos desperdiciando el camino, las oportunidades, y que el exceso de equipaje se cobra ya en cualquier aeropuerto del mundo ¿Pero, por qué?

Sencillamente, los recursos naturales son finitos y escasean, cada vez somos más personas en el planeta, donde unas pocas viven en la opulencia mientras otros millones mueren de hambre y miseria. Probablemente cada vez que demos vuelta la cara al problema existente hagamos que la subsistencia del Planeta sea menos probable y efectiva.

Quizás al exceso de equipaje, sea necesario agregar las mochilas emocionales que nos acompañaron a lo largo de la vida, y desechar todo lo que realmente no nos haga falta. Caminar livianos de equipaje hace el recorrido más libre y fructífero. Posiblemente deberíamos hacer como Sócrates que recorría las calles de Atenas mirando lo que había en las tiendas, y cuando un vendedor se acercaba a preguntarle qué quería el filósofo respondía: “Nada, solamente miro las muchas cosas que no necesito para ser feliz”.

Andrea Calvete

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