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DÍAS AGOBIANTES

El contacto con las horas interminables en un sanatorio da para cuestionarse una inmensa lista, que con el vertiginoso correr de los días no somos capaces de advertir. Cuando tomamos contacto con el sufrimiento con esa pequeña línea delgada entre la vida y la muerte, la existencia se solemniza y pretende sacudirnos a ver si todavía nos sorprendemos.

Y vaya todo lo que está escondido para dar respuesta a ese sacudón intempestivo que nos da la vida. Un ciclo inagotable de conocimiento y de aprendizaje.

Con el correr de los días el agotamiento se unifica con el dolor y difícilmente identifiquemos lo que nos pasa. El cuerpo duele, los ojos pesan y el pecho se transforma en una inmensa placa de hormigón que nos quita el aire. A esto debemos agregar comidas omitidas y un sinfín de cosas que se acumulan en la lista del debe.

Sin embargo, en esa lista las prioridades pronto cambia su lugar, llegan a primer lugar los afectos. Esto no quiere decir que las responsabilidades se desvanezcan, sino que tomen un real significado. En esos afectos los hijos y el compañero de ruta brillan como luceros, y los amigos son imprescindibles para renovar las pocas fuerzas que nos quedan.

Un merecido reconocimiento se hace visible al observar el trabajo de un gran número de personas que dedican su jornada en el servicio al prójimo. Es admirable como en esa dura tarea frente la adversidad y el dolor regalan una sonrisa aún cuando la labor es verdaderamente ingrata.

También surge la solidaridad, la mano fraterna de gente que apenas conocemos. Estas reflexiones dan paso a detenernos y ver que aún en los peores momentos existe la luz de la esperanza, el brillo de la posibilidad.

Llegan ráfagas de veranos calurosos, días radiantes donde el sol quema y acaricia la piel, se mezclan primaveras inundadas con perfumes delicados, y un otoño con destellantes ocres. Sin embargo, el invierno se para solemne y de mal humor cortando con una ráfaga helada todo vestigio de alegría.

Los recuerdos se entrelazan con la realidad y todo se vuelve absurdamente confuso, el corazón late a su ritmo, mientras el silencio aparece cargado de esperas y alimenta a la paciencia, que desespera y huye aturdida.

Los tiempos se acotan, las medidas pierden su dimensión, todo se aquieta, mientras el vertiginoso desasosiego deslumbra los abatidos ojos cargados de cansancio y espera.

Se mezclan voces y sonidos que vienen de otro cuarto, el murmullo constante hace que todo se vuelva más difuso, la nitidez pierde su claridad y se torna escurridiza entre los pasillos grises del dolor.

Al volver a la calle los ruidos se enciman unos sobre otros, la gente camina apurada y el aire fresco acaricia la cara en un intento por regresarte a la rutina que en estos últimos días se ha hecho confusa y agobiante.

La rueda gira y gira, todo llega, no sé si a su debido momento, pero cuando arriba no vale la pena poner resistencia, por el contrario aflojarse y nadar a favor de la marea. Las preguntas se aceleran, se atolondran, corren detrás de respuestas, algunas apenas son contestadas y otras esperan rescatar la dignidad humana que se ve socavada por el sufrimiento.

Una brisa se interpone entre el sopor de la calefacción para recordar que el aire purifica y potencia la vida. También se perciben notas musicales que se mezclan para dejar fluir ese palpitar dolorido que espera que la vida le sonría como un gran analgésico.

Los minutos agobiantes se cuelgan al dolor de la rutina, a la que numerosas personas suman su conocimiento y dedicación para alivianar esa estadía que significa el pasaje por un hospital, donde las personas llegan en busca de cura y alivio.

Andrea Calvete

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