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REFLEJOS DEL ALMA

El sol reflejaba en el mar, las olas blancas rompían suavemente en la orilla. Las gaviotas danzaban alegremente en busca alimento, los primeros pescadores ya habían desembarcado de sus pequeños botes rojos. Su alma se espejaba en el agua que tocaba sus pies.

Desde pequeño Pedro iba a esta playa, había crecido en este pueblo de pescadores, aunque el era artista plástico. Su padre y abuelo pescadores también le habían enseñado el oficio, pero lo suyo era pintar, crear, colorear, expresar lo que llegaba desde su ser más profundo, así como todo lo que lo rodeaba e inspiraba.

Hoy se había producido un verdadero milagro, Pedro había visto reflejada la imagen de su alma en la verde y transparente agua. Pensó: “Estoy alucinando, porque no soy yo a quien veo”. Sin embargo, absorto en silencio observó maravillado e intentó descifrar lo que veía.

Comenzó a ver gamas de azules y algunas tonalidades cálidas que gradualmente se iban intensificando, aparecían salpicados el amarillo, naranja y rojo. Sin querer, no pudo con su oficio lo traía en la sangre, por lo que comenzó a interpretar los colores y formas de su alma.

Pedro sabía que los azules correspondían a esa cercanía que tenía con el cielo y el mar, colores que lo llevaban a elevarse y a reflexionar en forma permanente. Mientras que los tonos cálidos sinónimos de fuerza, pasión e intuición, estaban relacionados con esa energía con la que encaraba la vida y su exquisita creatividad.

Respecto a la forma las líneas curvas predominaban dado su carácter afable y cálido, aunque por momentos algunas líneas rectas se presentaban mostrando que había sido un hombre de bien en su proceder. De algo estaba seguro, se podía haber equivocado muchas veces, pero no en forma intencional.

Sin darse cuenta, los colores y formas se fueron esfumando, y apareció un rostro en el que las primeras arrugas dibujaban los años, algunas canas brillaban cerca de las patillas, sus ojos celestes y transparentes mostraban su ser sin tapujos.

Una extraña sensación invadió a Pedro, era su rostro el que se reflejaba ahora, él no había tomado conciencia que ya pisaba los cuarenta, se sentía joven y lleno de vida. Entonces comenzó a andar hacia atrás, década tras década, recordó diversos momentos, algunos mágicos, otros dolorosos y algunos que ni siquiera merecía la pena conservar.

Así se sintió reconfortado, al ver que el paso de los años había tallado en él a un hombre que amaba la vida, en el que había aprendido a trascender lo superfluo para quedarse con lo que realmente era imprescindible en su camino.

En ese recorrido, pudo ver a las personas que había amado profundamente, algunas habían desaparecido físicamente, sin embargo, todas seguían en su corazón. Para él amor en cualquiera de sus formas era un privilegio que lo llenaba de gratitud, alegría y esperanza.

Respiró profundo, miró ese mar cargado de magia y dijo: “Gracias a la vida, por este día en el que podido llegado a ver mi yo más profundo. Sé que tengo mucho por cambiar, pero también por caminar”.

Andrea Calvete

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