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RITUALES: MANIFIESTO ÍNTIMO

 

No sé en qué momento dejamos de mirar las cosas con asombro.
Quizás cuando los días empezaron a girar tan rápido que perdimos la noción de lo que hacíamos.
Todo se volvió un trámite, una urgencia, un aviso.
Pero hubo un tiempo —y todavía lo hay, si uno sabe mirar— en que cada gesto tenía peso, en que una simple acción podía volverse un ritual.

Un ritual no es una ceremonia complicada.
Es ese momento en que algo común se vuelve significativo.
Cuando tomás el café con calma y no como combustible.
Cuando regás una planta y sentís que estás dándole vida a algo más que una hoja.
Cuando prendés una vela sin pedir nada, solo para acordarte de que la luz existe.

Eso también es rezar, aunque nadie te haya enseñado la oración.

Los rituales son la forma que tiene el alma de no perder la memoria.
Nos anclan. Nos devuelven la pertenencia.
Son pequeños actos de resistencia frente al olvido, frente al ruido, frente a un mundo empeñado en hacernos olvidar quiénes somos.
Porque cuando todo se acelera, lo más valiente es detenerse.

Nos hemos vuelto distraídos, casi ausentes.
Ya no sabemos en qué momento prender una vela se volvió cursi, o mirar la luna, inútil.
Y sin embargo, esas son las cosas que nos sostienen.
Sin ellas nos volvemos livianos, descartables, sin raíz.

Un ritual es cualquier cosa que te devuelva al centro.
El silencio antes de escribir.
El abrazo antes de salir.
La música que te salva sin que tengas que decir una palabra.
Es ahí, en lo invisible, donde se guarda lo que somos.

En el fondo, lo sagrado no está en los templos, sino en la conciencia con que hacemos las cosas.
El mundo se vacía cuando olvidamos agradecer.
Por eso, cada vez que encendemos una llama, cocinamos, leemos, amamos o lloramos con el corazón, estamos invocando algo más grande que nosotros.

Y eso —aunque no tenga nombre ni dogma
es un ritual que nos acerca a la vida, a continuar sintiendo porque aún hay fuego en tu alma.

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