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LEYENDA AYMARA

En la profundidad de un lago aymara duerme Amaru, lleva tiempo sin aparecer. A esta altura los pobladores han olvidado su existencia, no tienen ni si quiera tiempo de pensar, la sequía lo consume todo, áridos de ilusiones y de plegarias esperan el fin de sus días resignados. El intenso calor y la falta de agua marchita las hojas, agrieta las rocas, levanta remolinos de polvo y enciende resignación en los corazones resecos y abrumados frente a una muerte inminente.

A ritmo de las estaciones a más de 3.000 metros de altura en los Andes los Aymara rinden culto a la Pachamama y a la serpiente Amaru para que los provean de agua y una vida en equilibrio. Han subsistido en diversas ocasiones gracias a su reciprocidad, que está íntimamente ligada al principio del ayne: “La petición de ayuda en el presente, será correspondida en el futuro”. Sin embargo, hoy se encuentran algo descreídos, parece que sus deidades los han olvidado.

La única planta que aún queda con vida es la de Qantu, a pesar de ser típica del desierto, ya le quedan escasas posibilidades de sobrevivir, una a una sus flores se han secado. Al caer el sol, la planta como una madre que quiere salvar a su hijo, pretende proteger al último capullo que dará vida al amanecer. Con el primer rayo de luz el brote se desprende del tallo y antes de caer al suelo se convierte en un colibrí multicolor.

Lleno de energía y vitalidad cruza la cordillera, sobrevuela laguna Wacracocha, y aunque sediento no se detiene a beber, no tiene tiempo, continúa volando hasta la cumbre del monte donde vive el dios Waitapallana, proveedor de un clima próspero para sus tierras.

El amanecer ha despertado a Waitapallana, respira profundo y deja que sus sentidos se eleven en cielo ocre con tonalidades naranjas. Recorre su prolífero jardín y atraído por el aroma una flor de Qantu encuentra al agotado y moribundo colibrí aleteando ya sin fuerzas.

-¡Piedad, piedad, os ruego nos salves de esta horrible sequía!- exclama el colibrí, sin aliento.

Waitapallana lo toma entre sus manos para que beba un sorbo de agua, pero es inútil, la diminuta ave emite su última expiración. El dios de la creación conmovido rompe en llanto, sus lágrimas se deslizan copiosas y fluidas hasta llegar a la laguna Wacracocha, donde irrumpen con un gran estruendo para despertar en sus profundidades a Amaru, la serpiente alada. No es la primera vez que ha aparecido, en algunas ocasiones ha arrasado poblados enteros, en otras los destrozos en los cultivos han sido irreparables, cuando se han desbordado los ríos por su furia nadie ha podido pararla, por eso esta deidad es temida y respetada.

Amaru lleva mucho tiempo sin aparecer, los guerreros armados intentan aplacar su paso, pero es en vano. Al elevarse sus ojos cristalinos enceguecen al sol. Su hocico rojo esparce una neblina densa sobre los cerros. Sus alas desatan una fuerte tormenta, mientras que su cola de pez graniza con furia. De su boca de llama resoplan huracanados vientos con miles de semillas que se esparcen por la tierra y de los reflejos de sus doradas escamas un arcoíris inmenso se aloja en el cielo.

Al cabo de unos días Amaru no deja rastro. La tierra reverdece, comienzan a brotar las flores y los árboles, los animales aparecen nuevamente por la pradera, en la tribu cada da uno retoma su trabajo. Agradecidos de que el dios de la creación ha escuchado sus súplicas los Aymara construyen un colibrí del tamaño de un árbol con barro y arcilla, pintado muy colorido, lo rodean de plantas de Qantu que se llenan de flores y colibríes. Sin embargo, hay una que sobresale y desborda de flores, es la misma que dio vida a aquel colibrí valiente, en ella habita el espíritu de la pequeña ave. Cuentan que los Aymara dejan sus ofrendas alrededor de esta planta a la espera de que sus súplicas sean escuchadas.

Desde entonces, en cada ritual el espíritu del colibrí acompaña a los pobladores vestidos con ruanas multicolores, mientras intentan agradar a las divinidades para ser retribuidos con bendiciones para sus campos y sus familias. A ritmo de la música y danzas tribales Yatire preside las ceremonias. El sabio anciano conversa con las divinidades y se eleva bajo los efectos del sahumerio de hojas de coca para presentir el clima para la próxima siembra.

Han quedado atrás los días de sufrimiento y zozobra, para regresar a la apacible vida entre ofrendas -mesas- y deidades- huacas, mientras el cristalino lago testigo del milagro mece a Amaru, quien duerme a la espera de que la invoquen nuevamente.

Andrea Calvete

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