VESTIGIOS DE UNA LEYENDA
Los latidos agitados acompañaban su caminar con los pies sumergidos en el mar, absorto con la mirada perdida en el vacío. El gorro y los lentes tapaban aquellas noches de desvelo.
Difuso se veía el horizonte, la neblina matinal cubría gran parte de la vista. Las gaviotas rondaban alborotadas, varios peces en la orilla llamaban su atención. Las olas rompían suaves y dejaban una espesa espuma blanca en la arena.
El desvelo acumulado de Ismael hacía que sus ojeras se hicieran prominentes, del mismo modo una expresión de cansancio y agotamiento eran parte de su atuendo. Así se resguardaba en el mar y en el vino, dos aliados y confidentes que sabían como nadie lo que le sucedía.
De camino a casa, recordó que tenía una vieja botella de tinto por descorchar, entonces pensó: “Qué mejor momento para abrirla, aunque más no sea para ahogar mis penas”. Rápidamente se dirigió a la buhardilla donde creía haber guardado esa botella.
Al abrir la puerta se encontró con un desorden casi caótico, se preguntó: “¿Por dónde buscar?” Por más que sabía que allí estaba no lograba recordar dónde. Entonces abrió la primera caja con la que se tropezó y se encontró con mil y un recuerdos.
Se trasladó a sus años de juventud, de noviazgo con Lidia, sus compañeros de liceo y preparatorios. Por unos instantes, se sintió joven lleno de vitalidad y entusiasmo, con ganas de vivir. Sin embargo, en breves instantes la tristeza lo abrazó nuevamente como quien recibe una puñalada.
Tomó una foto junto a Lidia, estaban abrazados sentados en las rocas en la playa Carrasco. No recordaba exactamente la edad, tendrían diecisiete años, a lo sumo dieciocho. “¡Qué maravilla, cuántos recuerdos!”, pensó Ismael.
Sin embargo, la tristeza de este hombre no era precisamente por Lidia, sino su esposa Matilde que había muerto repentinamente de un ataque al corazón un par de meses atrás.
Entonces, se preguntó: “¿Qué habrá sido de la vida de Lidia, se habrá casado, estará viva, habrá sido feliz?”, preguntas existenciales, pero con poca alternativa de respuesta, había perdido todo contacto hacía muchos años atrás.
Como el vino no aparecía, decidió cruzar al negocio más cercano y comprarse una botella. Mientras descorchaba la botella recordó una vieja leyenda que contaba su abuela: “Cuando alguien te viene a la mente, los ángeles se encargan de encontrarlo, y si no los pájaros te dan una mano para que des con la persona que buscas”. La imagen de su abuela pareció un rayo de luz que iluminaba su copa llena.
Miró hacia la ventana y un pájaro se posó en ella, entonces sin saber por qué se paró a mirarlo, inmediatamente voló hasta un árbol cercano. A la sombra de ese árbol una mujer vestida de azul leía un libro muy tranquila.
Cegado por su intuición cerró la puerta de su casa y se dirigió hasta el árbol. Ya más cerca alcanzó a ver con nitidez la imagen de la mujer, no lo podía creer, era Lidia, se acercó a ella lentamente, no sabía cómo abordarla pues había perdido el habla.
Frente a ella, carraspeó y dijo: “Buenas tardes, disculpe que la moleste ¿Lidia?…”. La mujer se quitó los lentes lo miró asombrada y perpleja, entonces contestó: “Ismael, no lo puedo creer”. Se abrazaron muy fuerte y lloraron, pues ninguno de los dos salían de su asombro.
Andrea Calvete
Difuso se veía el horizonte, la neblina matinal cubría gran parte de la vista. Las gaviotas rondaban alborotadas, varios peces en la orilla llamaban su atención. Las olas rompían suaves y dejaban una espesa espuma blanca en la arena.
El desvelo acumulado de Ismael hacía que sus ojeras se hicieran prominentes, del mismo modo una expresión de cansancio y agotamiento eran parte de su atuendo. Así se resguardaba en el mar y en el vino, dos aliados y confidentes que sabían como nadie lo que le sucedía.
De camino a casa, recordó que tenía una vieja botella de tinto por descorchar, entonces pensó: “Qué mejor momento para abrirla, aunque más no sea para ahogar mis penas”. Rápidamente se dirigió a la buhardilla donde creía haber guardado esa botella.
Al abrir la puerta se encontró con un desorden casi caótico, se preguntó: “¿Por dónde buscar?” Por más que sabía que allí estaba no lograba recordar dónde. Entonces abrió la primera caja con la que se tropezó y se encontró con mil y un recuerdos.
Se trasladó a sus años de juventud, de noviazgo con Lidia, sus compañeros de liceo y preparatorios. Por unos instantes, se sintió joven lleno de vitalidad y entusiasmo, con ganas de vivir. Sin embargo, en breves instantes la tristeza lo abrazó nuevamente como quien recibe una puñalada.
Tomó una foto junto a Lidia, estaban abrazados sentados en las rocas en la playa Carrasco. No recordaba exactamente la edad, tendrían diecisiete años, a lo sumo dieciocho. “¡Qué maravilla, cuántos recuerdos!”, pensó Ismael.
Sin embargo, la tristeza de este hombre no era precisamente por Lidia, sino su esposa Matilde que había muerto repentinamente de un ataque al corazón un par de meses atrás.
Entonces, se preguntó: “¿Qué habrá sido de la vida de Lidia, se habrá casado, estará viva, habrá sido feliz?”, preguntas existenciales, pero con poca alternativa de respuesta, había perdido todo contacto hacía muchos años atrás.
Como el vino no aparecía, decidió cruzar al negocio más cercano y comprarse una botella. Mientras descorchaba la botella recordó una vieja leyenda que contaba su abuela: “Cuando alguien te viene a la mente, los ángeles se encargan de encontrarlo, y si no los pájaros te dan una mano para que des con la persona que buscas”. La imagen de su abuela pareció un rayo de luz que iluminaba su copa llena.
Miró hacia la ventana y un pájaro se posó en ella, entonces sin saber por qué se paró a mirarlo, inmediatamente voló hasta un árbol cercano. A la sombra de ese árbol una mujer vestida de azul leía un libro muy tranquila.
Cegado por su intuición cerró la puerta de su casa y se dirigió hasta el árbol. Ya más cerca alcanzó a ver con nitidez la imagen de la mujer, no lo podía creer, era Lidia, se acercó a ella lentamente, no sabía cómo abordarla pues había perdido el habla.
Frente a ella, carraspeó y dijo: “Buenas tardes, disculpe que la moleste ¿Lidia?…”. La mujer se quitó los lentes lo miró asombrada y perpleja, entonces contestó: “Ismael, no lo puedo creer”. Se abrazaron muy fuerte y lloraron, pues ninguno de los dos salían de su asombro.
Andrea Calvete