SEQUÍA
Ni una gota de humedad es capaz de traspasar la tierra agrietada por la sequía. Se resquebrajan las ilusiones y el corazón como un papel arrugado intenta no ser confundido con una hoja amarilla. El verde mustio habita mientras la lluvia se esconde.
Secos los ríos, arroyos, estanques, los ocres se pasean con firmeza para no dejar reverdecer. Sin embargo, con inmenso esfuerzo los pájaros aún cantan en un intento por contagiar su entusiasmo para anunciar la llegada o el fin de un día.
El otoño se ha adelantado y las hojas crujen por las veredas, el verano no comprende nada mientras una brisa llena de calor se pasea sin pedir permiso y los rayos calientan como si quisieran quemar todo.
La peor sequía es la de la indiferencia, la que no alberga ni una gota de interés ni comprensión. Porque nada importa y todo da igual, esa postura en la que no hay lugar para los demás y en la que mientras no se hunda el barco, seguimos.
Amanece seco con la ilusión desdibujada ante los cambios del clima, en un mundo que se quiebra de a poco, aunque un viejo dicho nos enseña que a través de la grieta entra la luz.
Uno recuerda con alegría el bendito baño fresco y en una súplica como plegaria mira al cielo y desde lo más profundo pide que llueva. Y cerramos los ojos y podemos sentir el agua que corre como un manantial fresco cuando llueve. Pero todo se seca, la sequía ha tocado nuestras puertas y está dejando enormes cicatrices.
Ni una gota de humedad es capaz de traspasar la tierra agrietada por la sequía. Se resquebrajan las ilusiones, y el corazón como un papel arrugado intenta no ser confundido con una hoja amarilla. A esta altura se funde en el rojo atardecer y se baña con los colores de un verano que se despide y deja entrar una gota de fe convencido que lloverá hasta reverdecer.
Andrea Calvete